Misericordiae
Vultus
BULA DE
CONVOCACIÓN
DEL JUBILEO EXTRAORDINARIO
DE LA MISERICORDIA
DEL JUBILEO EXTRAORDINARIO
DE LA MISERICORDIA
FRANCISCO
OBISPO DE ROMA
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
A CUANTOS LEAN ESTA CARTA
GRACIA, MISERICORDIA Y PAZ
OBISPO DE ROMA
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
A CUANTOS LEAN ESTA CARTA
GRACIA, MISERICORDIA Y PAZ
1. Jesucristo es el rostro de la misericordia del
Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta
palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de
Nazaret. El Padre, « rico de misericordia » (Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como « Dios
compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad » (Ex 34,6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos
momentos de la historia su naturaleza divina. En la « plenitud del tiempo » (Gal 4,4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, Él envió
a su Hijo nacido de la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su
amor. Quien lo ve a Él ve al Padre (cfr Jn 14,9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su
persona[1] revela la misericordia de Dios.
2. Siempre tenemos necesidad de contemplar el
misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es
condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el
misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo
con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón
de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el
camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre,
porque abre el corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de
nuestro pecado.
3. Hay momentos en los que de un modo mucho más
intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder
ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre. Es por esto que
he anunciado un Jubileo
Extraordinario de la Misericordia como tiempo
propicio para la Iglesia, para que haga más fuerte y eficaz el testimonio de
los creyentes.
El Año Santo se abrirá el 8 de diciembre de 2015,
solemnidad de la Inmaculada Concepción. Esta fiesta litúrgica indica el modo de
obrar de Dios desde los albores de nuestra historia. Después del pecado de Adán
y Eva, Dios no quiso dejar la humanidad en soledad y a merced del mal. Por esto
pensó y quiso a María santa e inmaculada en el amor (cfr Ef 1,4), para que
fuese la Madre del Redentor del hombre. Ante la gravedad del pecado, Dios
responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande
que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona.
En la fiesta de la Inmaculada Concepción tendré la alegría de abrir la Puerta
Santa. En esta ocasión será una Puerta de la
Misericordia, a través de la cual cualquiera que entrará podrá experimentar el
amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece esperanza.
El domingo siguiente, III de Adviento, se abrirá
la Puerta Santa en la Catedral de Roma, la Basílica de San Juan de Letrán.
Sucesivamente se abrirá la Puerta Santa en las otras Basílicas Papales. Para el
mismo domingo establezco que en cada Iglesia particular, en la Catedral que es
la Iglesia Madre para todos los fieles, o en la Concatedral o en una iglesia de
significado especial se abra por todo el Año Santo una idéntica Puerta de la Misericordia. A juicio del Ordinario, ella podrá
ser abierta también en los Santuarios, meta de tantos peregrinos que en estos
lugares santos con frecuencia son tocados en el corazón por la gracia y
encuentran el camino de la conversión. Cada Iglesia particular, entonces,
estará directamente comprometida a vivir este Año Santo como un momento
extraordinario de gracia y de renovación espiritual. El Jubileo, por tanto,
será celebrado en Roma así como en las Iglesias particulares como signo visible
de la comunión de toda la Iglesia.
4. He escogido la fecha del 8 de diciembre por su
gran significado en la historia reciente de la Iglesia. En efecto, abriré la
Puerta Santa en el quincuagésimo aniversario de la conclusión del Concilio
Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente la necesidad de mantener vivo este
evento. Para ella iniciaba un nuevo periodo de su historia. Los Padres reunidos
en el Concilio habían percibido intensamente, como un verdadero soplo del
Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres de su tiempo en un modo
más comprensible. Derrumbadas las murallas que por mucho tiempo habían recluido
la Iglesia en una ciudadela privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar
el Evangelio de un modo nuevo. Una nueva etapa en la evangelización de siempre.
Un nuevo compromiso para todos los cristianos de testimoniar con mayor
entusiasmo y convicción la propia fe. La Iglesia sentía la responsabilidad de
ser en el mundo signo vivo del amor del Padre.
Vuelven a la mente las palabras cargadas de
significado que san Juan XXIII pronunció en la apertura del Concilio para
indicar el camino a seguir: « En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere
usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad … La
Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de
la verdad católica, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente,
llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella »[2]. En el mismo horizonte se colocaba
también el beato Pablo VI quien, en la Conclusión del Concilio, se expresaba de
esta manera: « Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio ha
sido principalmente la caridad … La antigua historia del samaritano ha sido la
pauta de la espiritualidad del Concilio … Una corriente de afecto y admiración
se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores,
sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las
personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha enviado al mundo
contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en
vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido
respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus
aspiraciones, purificadas y bendecidas … Otra cosa debemos destacar aún: toda
esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre. Al
hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus
necesidades »[3].
Con estos sentimientos de agradecimiento por
cuanto la Iglesia ha recibido y de responsabilidad por la tarea que nos espera,
atravesaremos la Puerta Santa, en la plena confianza de sabernos acompañados
por la fuerza del Señor Resucitado que continua sosteniendo nuestra
peregrinación. El Espíritu Santo que conduce los pasos de los creyentes para
que cooperen en la obra de salvación realizada por Cristo, sea guía y apoyo del
Pueblo de Dios para ayudarlo a contemplar el rostro de la misericordia[4].
5. El Año jubilar se concluirá en la solemnidad
litúrgica de Jesucristo Rey del Universo, el 20 de noviembre de 2016. En ese
día, cerrando la Puerta Santa, tendremos ante todo sentimientos de gratitud y
de reconocimiento hacia la Santísima Trinidad por habernos concedido un tiempo
extraordinario de gracia. Encomendaremos la vida de la Iglesia, la humanidad
entera y el inmenso cosmos a la Señoría de Cristo, esperando que difunda su
misericordia como el rocío de la mañana para una fecunda historia, todavía por
construir con el compromiso de todos en el próximo futuro. ¡Cómo deseo que los
años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de
cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios! A todos, creyentes y
lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo del Reino de
Dios que está ya presente en medio de nosotros.
6. « Es propio de Dios usar misericordia y
especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia »[5]. Las palabras de santo Tomás de Aquino
muestran cuánto la misericordia divina no sea en absoluto un signo de
debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios. Es por esto
que la liturgia, en una de las colectas más antiguas, invita a orar diciendo: «
Oh Dios que revelas tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón »[6] Dios será siempre para la humanidad
como Aquel que está presente, cercano, providente, santo y misericordioso.
“Paciente y misericordioso” es el binomio que a
menudo aparece en el Antiguo Testamento para describir la naturaleza de Dios.
Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la
historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la
destrucción. Los Salmos, en modo particular, destacan esta grandeza del
proceder divino: « Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus dolencias;
rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia » (103,3-4).
De una manera aún más explícita, otro Salmo testimonia los signos concretos de
su misericordia: « Él Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos
y levanta al caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y
a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los malvados »
(146,7-9). Por último, he aquí otras expresiones del salmista: « El Señor sana
los corazones afligidos y les venda sus heridas […] El Señor sostiene a los
humildes y humilla a los malvados hasta el polvo » (147,3.6). Así pues, la
misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con
la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se
conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que
se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un
sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y
de perdón.
7. “Eterna es su misericordia”: es el estribillo
que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se narra la historia de la
revelación de Dios. En razón de la misericordia, todas las vicisitudes del
Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico. La
misericordia hace de la historia de Dios con su pueblo una historia de
salvación. Repetir continuamente “Eterna es su misericordia”, como lo hace el
Salmo, parece un intento por romper el círculo del espacio y del tiempo para
introducirlo todo en el misterio eterno del amor. Es como si se quisiera decir
que no solo en la historia, sino por toda la eternidad el hombre estará siempre
bajo la mirada misericordiosa del Padre. No es casual que el pueblo de Israel
haya querido integrar este Salmo, el grande hallel como es conocido, en las fiestas litúrgicas más importantes.
Antes de la Pasión Jesús oró con este Salmo de la
misericordia. Lo atestigua el evangelista Mateo cuando dice que « después de
haber cantado el himno » (26,30), Jesús con sus discípulos salieron hacia el
Monte de los Olivos. Mientras instituía la Eucaristía, como memorial perenne de
su él y de su Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de la Revelación a
la luz de la misericordia. En este mismo horizonte de la misericordia, Jesús
vivió su pasión y muerte, consciente del gran misterio del amor de Dios que se
habría de cumplir en la cruz. Saber que Jesús mismo hizo oración con este
Salmo, lo hace para nosotros los cristianos aún más importante y nos compromete
a incorporar este estribillo en nuestra oración de alabanza cotidiana: “Eterna
es su misericordia”.
8. Con la mirada fija en Jesús y en su rostro
misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que
Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino
en plenitud. « Dios es amor » (1 Jn 4,8.16), afirma por
la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este
amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona
no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona y ofrece gratuitamente. Sus relaciones
con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los
signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres,
excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la
misericordia. En él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de
compasión.
Jesús, delante a la multitud de personas que lo
seguían, viendo que estaban cansadas y extenuadas, pérdidas y sin guía, sintió
desde la profundo del corazón una intensa compasión por ellas (cfr Mt 9,36). A causa de
este amor compasivo curó los enfermos que le presentaban (cfr Mt 14,14) y con pocos
panes y peces calmó el hambre de grandes muchedumbres (cfr Mt15,37). Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino
la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía
a sus necesidades más reales. Cuando encontró la viuda de Naim, que llevaba su
único hijo al sepulcro, sintió gran compasión por el inmenso dolor de la madre
en lágrimas, y le devolvió a su hijo resucitándolo de la muerte (cfr Lc 7,15). Después de
haber liberado el endemoniado de Gerasa, le confía esta misión: « Anuncia todo
lo que el Señor te ha hecho y la misericordia que ha obrado contigo » (Mc 5,19). También la vocación de Mateo se coloca en el horizonte de la
misericordia. Pasando delante del banco de los impuestos, los ojos de Jesús se
posan sobre los de Mateo. Era una mirada cargada de misericordia que perdonaba
los pecados de aquel hombre y, venciendo la resistencia de los otros
discípulos, lo escoge a él, el pecador y publicano, para que sea uno de los
Doce. San Beda el Venerable, comentando esta escena del Evangelio, escribió que
Jesús miró a Mateo con amor misericordioso y lo eligió: miserando atque eligendo[7]. Siempre me ha
cautivado esta expresión, tanto que quise hacerla mi propio lema.
9. En las parábolas dedicadas a la misericordia,
Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por
vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la
compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas; tres en particular: la
de la oveja perdida y de la moneda extraviada, y la del padre y los dos hijos
(cfr Lc 15,1-32). En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de
alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del
Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que
todo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón.
De otra parábola, además, podemos extraer una
enseñanza para nuestro estilo de vida cristiano. Provocado por la pregunta de
Pedro acerca de cuántas veces fuese necesario perdonar, Jesús responde: « No te
digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete » (Mt 18,22) y pronunció la parábola del “siervo despiadado”. Este, llamado
por el patrón a restituir una grande suma, lo suplica de rodillas y el patrón
le condona la deuda. Pero inmediatamente encuentra otro siervo como él que le
debía unos pocos centésimos, el cual le suplica de rodillas que tenga piedad,
pero él se niega y lo hace encarcelar. Entonces el patrón, advertido del hecho,
se irrita mucho y volviendo a llamar aquel siervo le dice: « ¿No debías también
tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti? » (Mt 18,33). Y Jesús concluye: « Lo mismo hará también mi Padre celestial
con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos » (Mt 18,35).
La parábola ofrece una profunda enseñanza a cada
uno de nosotros. Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del
Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son
realmente sus hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia,
porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia. El perdón de
las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso y para
nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir. ¡Cómo es
difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento
puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar
caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias
para vivir felices. Acojamos entonces la exhortación del Apóstol: « No permitan
que la noche los sorprenda enojados » (Ef 4,26). Y sobre todo escuchemos la palabra de Jesús que ha señalado la
misericordia como ideal de vida y como criterio de credibilidad de nuestra fe.
« Dichosos los misericordiosos, porque encontrarán misericordia » (Mt 5,7) es la bienaventuranza en la que hay que inspirarse durante este
Año Santo.
Como se puede notar, la misericordia en la
Sagrada Escritura es la palabra clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros.
Él no se limita a afirmar su amor, sino que lo hace visible y tangible. El
amor, después de todo, nunca podrá ser un palabra abstracta. Por su misma
naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se
verifican en el vivir cotidiano. La misericordia de Dios es su responsabilidad
por nosotros. Él se siente responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere
vernos felices, colmados de alegría y serenos. Es sobre esta misma amplitud de
onda que se debe orientar el amor misericordioso de los cristianos. Como ama el
Padre, así aman los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros
llamados a ser misericordiosos los unos con los otros.
10. La misericordia es la viga maestra que
sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar
revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su
anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La
credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo.
La Iglesia « vive un deseo inagotable de brindar misericordia »[8]. Tal vez por mucho tiempo nos hemos
olvidado de indicar y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la
tentación de pretender siempre y solamente justicia ha hecho olvidar que ella
es el primer paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita
ir más lejos para alcanzar una meta más alta y más significativa. Por otra
parte, es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se
desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece
evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida
infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de
nuevo para la Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es
el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y
dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una
vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza.
11. No podemos olvidar la gran enseñanza que san
Juan Pablo II ofreció en su segunda encíclica Dives in misericordia, que en su momento
llegó sin ser esperada y tomó a muchos por sorpresa en razón del tema que
afrontaba. Dos pasajes en particular quiero recordar. Ante todo, el santo Papa
hacía notar el olvido del tema de la misericordia en la cultura presente: « La
mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado,
parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida
y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el
concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre,
quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como
nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la
tierra mucho más que en el pasado (cfr Gn 1,28). Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente,
parece no dejar espacio a la misericordia … Debido a esto, en la situación
actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por
un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la
misericordia de Dios »[9].
Además, san Juan Pablo II motivaba con estas
palabras la urgencia de anunciar y testimoniar la misericordia en el mundo
contemporáneo: « Ella está dictada por el amor al hombre, a todo lo que es
humano y que, según la intuición de gran parte de los contemporáneos, está
amenazado por un peligro inmenso. El misterio de Cristo ... me obliga al mismo
tiempo a proclamar la misericordia como amor compasivo de Dios, revelado en el
mismo misterio de Cristo. Ello me obliga también a recurrir a tal misericordia
y a implorarla en esta difícil, crítica fase de la historia de la Iglesia y del
mundo »[10]. Esta enseñanza es hoy más que nunca
actual y merece ser retomada en este Año Santo. Acojamos nuevamente sus
palabras: « La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la
misericordia – el atributo más estupendo del Creador y del Redentor – y cuando
acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que
es depositaria y dispensadora »[11].
12. La Iglesia tiene la misión de anunciar la
misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe
alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo
el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir
ninguno. En nuestro tiempo, en el que la Iglesia está comprometida en la nueva
evangelización, el tema de la misericordia exige ser propuesto una vez más con
nuevo entusiasmo y con una renovada acción pastoral. Es determinante para la
Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en
primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir
misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a
reencontrar el camino de vuelta al Padre.
La primera verdad de la Iglesia es el amor de
Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se
hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté
presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras
parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin,
dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de
misericordia.
13. Queremos vivir este Año Jubilar a la luz de
la palabra del Señor: Misericordiosos
como el Padre. El evangelista refiere la enseñanza de Jesús: « Sed misericordiosos, como el Padre
vuestro es misericordioso » (Lc 6,36). Es un programa de vida tan comprometedor como rico de alegría y
de paz. El imperativo de Jesús se dirige a cuantos escuchan su voz (cfr Lc 6,27). Para ser
capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la
escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio
para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar
la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.
14. La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del camino que
cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación y el ser
humano es viator, un peregrino que
recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada. También para llegar a la
Puerta Santa en Roma y en cualquier otro lugar, cada uno deberá realizar, de
acuerdo con las propias fuerzas, una peregrinación. Esto será un signo del
hecho que también la misericordia es una meta por alcanzar y que requiere
compromiso y sacrificio. La peregrinación, entonces, sea estímulo para la
conversión: atravesando la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la
misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás
como el Padre lo es con nosotros.
El Señor Jesús indica las etapas de la
peregrinación mediante la cual es posible alcanzar esta meta: « No juzguéis y no seréis juzgados; no
condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os
dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de
vuestros vestidos. Porque seréis medidos con la medida que midáis » (Lc 6,37-38). Dice, ante todo, no juzgar y no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie puede convertirse
en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con sus juicios se
detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior. ¡Cuánto mal
hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia!
Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerlo al
descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del chisme. No
juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay
en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por
nuestra presunción de saberlo todo. Sin embargo, esto no es todavía suficiente
para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar y dar. Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en
haberlo recibido de Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios
dispensa sobre nosotros su benevolencia con magnanimidad.
Así entonces, misericordiosos
como el Padre es el “lema” del Año Santo. En la
misericordia tenemos la prueba de cómo Dios ama. Él da todo sí mismo, por siempre,
gratuitamente y sin pedir nada a cambio. Viene en nuestra ayuda cuando lo
invocamos. Es bello que la oración cotidiana de la Iglesia inicie con estas
palabras: « Dios mío, ven en mi
auxilio; Señor, date prisa en socorrerme » (Sal 70,2). El auxilio que
invocamos es ya el primer paso de la misericordia de Dios hacia nosotros. Él
viene a salvarnos de la condición de debilidad en la que vivimos. Y su auxilio
consiste en permitirnos captar su presencia y cercanía. Día tras día, tocados
por su compasión, también nosotros llegaremos a ser compasivos con todos.
15. En este Año Santo, podremos realizar la
experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias
periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente
crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo
hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su
grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos
ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a
aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a
curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la
indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide
descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para
mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas
privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de
auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que
sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad.
Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la
indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el
egoísmo.
Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano
reflexione durante el Jubileo sobre las obras de
misericordia corporales y espirituales.Será un modo para
despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la
pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los
pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús
nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si
vivimos o no como discípulos suyos. Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de
beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los
enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las
obras de misericordia
espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al
que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las
personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos.
No podemos escapar a las palabras del Señor y en
base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al
sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo
para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cfr Mt 25,31-45).
Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el
miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la
ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados
de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser
cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y
rechazamos cualquier forma de rencor o de violencia que conduce a la violencia;
si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con
nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos
y hermanas. En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su
carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado,
desnutrido, en fuga ... para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo
asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: « En el ocaso de nuestras vidas,
seremos juzgados en el amor »[12].
16. En el Evangelio de Lucas encontramos otro
aspecto importante para vivir con fe el Jubileo. El evangelista narra que
Jesús, un sábado, volvió a Nazaret y, como era costumbre, entró en la Sinagoga.
Lo llamaron para que leyera la Escritura y la comentara. El paso era el del
profeta Isaías donde está escrito: « El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha
ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los
oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor » (61,12). “Un año de gracia”: es esto lo que el
Señor anuncia y lo que deseamos vivir. Este Año Santo lleva consigo la riqueza
de la misión de Jesús que resuena en las palabras del Profeta: llevar una
palabra y un gesto de consolación a los pobres, anunciar la liberación a
cuantos están prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna,
restituir la vista a quien no puede ver más porque se ha replegado sobre sí
mismo, y volver a dar dignidad a cuantos han sido privados de ella. La
predicación de Jesús se hace de nuevo visible en las respuestas de fe que el
testimonio de los cristianos está llamado a ofrecer. Nos acompañen las palabras
del Apóstol: « El que practica
misericordia, que lo haga con alegría » (Rm 12,8).
17. La Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida
con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y experimentar la
misericordia de Dios. ¡Cuántas páginas de la Sagrada Escritura pueden ser
meditadas en las semanas de Cuaresma para redescubrir el rostro misericordioso
del Padre! Con las palabras del profeta Miqueas también nosotros podemos
repetir: Tú, oh Señor, eres un Dios que cancelas la iniquidad y perdonas el
pecado, que no mantienes para siempre tu cólera, pues amas la misericordia. Tú,
Señor, volverás a compadecerte de nosotros y a tener piedad de tu pueblo.
Destruirás nuestras culpas y arrojarás en el fondo del mar todos nuestros
pecados (cfr 7,18-19).
Las páginas del profeta Isaías podrán ser
meditadas con mayor atención en este tiempo de oración, ayuno y caridad: « Este es el ayuno que yo deseo: soltar
las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los
oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y
albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no abandonar a
tus semejantes. Entonces despuntará tu luz como la aurora y tu herida se curará
rápidamente; delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria
del Señor. Entonces llamarás, y el Señor responderá; pedirás auxilio, y él
dirá: « ¡Aquí estoy! ». Si eliminas de ti todos los yugos,
el gesto amenazador y la palabra maligna; si partes tu pan con el hambriento y
sacias al afligido de corazón, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad
será como al mediodía. El Señor te guiará incesantemente, te saciará en los
ardores del desierto y llenará tus huesos de vigor; tú serás como un jardín
bien regado, como una vertiente de agua, cuyas aguas nunca se agotan » (58,6-11).
La iniciativa “24 horas para el Señor”, de
celebrarse durante el viernes y sábado que anteceden el IV domingo de Cuaresma,
se incremente en las Diócesis. Muchas personas están volviendo a acercarse al
sacramento de la Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes, quienes en una
experiencia semejante suelen reencontrar el camino para volver al Señor, para
vivir un momento de intensa oración y redescubrir el sentido de la propia vida.
De nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación,
porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia.
Será para cada penitente fuente de verdadera paz interior.
Nunca me cansaré de insistir en que los
confesores sean un verdadero signo de la misericordia del Padre. Ser confesores
no se improvisa. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros
penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa
participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad
de un amor divino que perdona y que salva. Cada uno de nosotros ha recibido el
don del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, de esto somos
responsables. Ninguno de nosotros es dueño del Sacramento, sino fiel servidor
del perdón de Dios. Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre en
la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo no
obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los confesores están llamados a abrazar
ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo
encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se
quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que su juicio severo es
injusto y no tiene ningún sentido delante de la misericordia del Padre que no
conoce confines. No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la
parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán
capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la
súplica de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser siempre, en
todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la
misericordia.
18. Durante la Cuaresma de este Año Santo tengo
la intención de enviar los Misioneros de la
Misericordia. Serán un signo de la solicitud materna de la Iglesia por el Pueblo
de Dios, para que entre en profundidad en la riqueza de este misterio tan
fundamental para la fe. Serán sacerdotes a los cuales daré la autoridad de
perdonar también los pecados que están reservados a la Sede Apostólica, para
que se haga evidente la amplitud de su mandato. Serán, sobre todo, signo vivo
de cómo el Padre acoge cuantos están en busca de su perdón. Serán misioneros de
la misericordia porque serán los artífices ante todos de un encuentro cargado
de humanidad, fuente de liberación, rico de responsabilidad, para superar los
obstáculos y retomar la vida nueva del Bautismo. Se dejarán conducir en su
misión por las palabras del Apóstol: « Dios sometió a todos a la desobediencia, para
tener misericordia de todos » (Rm 11,32). Todos entonces, sin excluir a
nadie, están llamados a percibir el llamamiento a la misericordia. Los
misioneros vivan esta llamada conscientes de poder fijar la mirada sobre Jesús,
« sumo sacerdote
misericordioso y digno de fe » (Hb 2,17).
Pido a los hermanos Obispos que inviten y acojan
estos Misioneros, para que sean ante todo predicadores convincentes de la
misericordia. Se organicen en las Diócesis “misiones para el pueblo” de modo
que estos Misioneros sean anunciadores de la alegría del perdón. Se les pida
celebrar el sacramento de la Reconciliación para los fieles, para que el tiempo
de gracia donado en el Año jubilar permita a tantos hijos alejados encontrar el
camino de regreso hacia la casa paterna. Los Pastores, especialmente durante el
tiempo fuerte de Cuaresma, sean solícitos en el invitar a los fieles a
acercarse « al trono de la
gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia » (Hb 4,16).
19. La palabra del perdón pueda llegar a todos y
la llamada a experimentar la misericordia no deje a ninguno indiferente. Mi
invitación a la conversión se dirige con mayor insistencia a aquellas personas
que se encuentran lejanas de la gracia de Dios debido a su conducta de vida.
Pienso en modo particular a los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo
criminal, cualquiera que éste sea. Por vuestro bien, os pido cambiar de vida.
Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios que si bien combate el pecado nunca
rechaza a ningún pecador. No caigáis en la terrible trampa de pensar que la
vida depende del dinero y que ante él todo el resto se vuelve carente de valor
y dignidad. Es solo una ilusión. No llevamos el dinero con nosotros al más
allá. El dinero no nos da la verdadera felicidad. La violencia usada para
amasar fortunas que escurren sangre no convierte a nadie en poderoso ni
inmortal. Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios al cual ninguno
puede escapar.
La misma llamada llegue también a todas las
personas promotoras o cómplices de corrupción. Esta llaga putrefacta de la
sociedad es un grave pecado que grita hacia el cielo pues mina desde sus
fundamentos la vida personal y social. La corrupción impide mirar el futuro con
esperanza porque con su prepotencia y avidez destruye los proyectos de los
débiles y oprime a los más pobres. Es un mal que se anida en gestos cotidianos
para expandirse luego en escándalos públicos. La corrupción es una obstinación
en el pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero como forma
de poder. Es una obra de las tinieblas, sostenida por la sospecha y la intriga. Corruptio optimi pessima, decía con razón san Gregorio Magno,
para indicar que ninguno puede sentirse inmune de esta tentación. Para
erradicarla de la vida personal y social son necesarias prudencia, vigilancia,
lealtad, transparencia, unidas al coraje de la denuncia. Si no se la combate
abiertamente, tarde o temprano busca cómplices y destruye la existencia.
¡Este es el tiempo oportuno para cambiar de vida!
Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón. Delante a tantos crímenes
cometidos, escuchad el llanto de todas las personas depredadas por vosotros de
la vida, de la familia, de los afectos y de la dignidad. Seguir como estáis es
sólo fuente de arrogancia, de ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo
bien distinto de lo que ahora pensáis. El Papa os tiende la mano. Está
dispuesto a escucharos. Basta solamente que acojáis la llamada a la conversión
y os sometáis a la justicia mientras la Iglesia os ofrece misericordia.
20. No será inútil en este contexto recordar la
relación existente entre justicia y misericordia. No son dos
momentos contrastantes entre sí, sino un solo momento que se desarrolla
progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor. La justicia es
un concepto fundamental para la sociedad civil cuando, normalmente, se hace
referencia a un orden jurídico a través del cual se aplica la ley. Con la
justicia se entiende también que a cada uno debe ser dado lo que le es debido.
En la Biblia, muchas veces se hace referencia a la justicia divina y a Dios
como juez. Generalmente es entendida como la observación integral de la ley y
como el comportamiento de todo buen israelita conforme a los mandamientos dados
por Dios. Esta visión, sin embargo, ha conducido no pocas veces a caer en el
legalismo, falsificando su sentido originario y oscureciendo el profundo valor
que la justicia tiene. Para superar la perspectiva legalista, sería necesario
recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida esencialmente
como un abandonarse confiado en la voluntad de Dios.
Por su parte, Jesús habla muchas veces de la
importancia de la fe, más bien que de la observancia de la ley. Es en este
sentido que debemos comprender sus palabras cuando estando a la mesa con Mateo
y sus amigos dice a los fariseos que lo contestaban porque comía con los
publicanos y pecadores: « Vayan y aprendan
qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido
a llamar a los justos, sino a los pecadores » (Mt 9,13). Ante la
visión de una justicia como mera observancia de la ley que juzga, dividiendo
las personas en justos y pecadores, Jesús se inclina a mostrar el gran de don
de la misericordia que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la
salvación. Se comprende porque en presencia de una perspectiva tan liberadora y
fuente de renovación, Jesús haya sido rechazado por los fariseos y por los
doctores de la ley. Estos, para ser fieles a la ley, ponían solo pesos sobre
las espaldas de las persona, pero así frustraban la misericordia del Padre. El
reclamo a observar la ley no puede obstaculizar la atención por las necesidades
que tocan la dignidad de las personas.
Al respecto es muy significativa la referencia
que Jesús hace al profeta Oseas -« yo quiero amor, no sacrificio ». Jesús afirma que de ahora en
adelante la regla de vida de sus discípulos deberá ser la que da el primado a
la misericordia, como Él mismo testimonia compartiendo la mesa con los
pecadores. La misericordia, una vez más, se revela como dimensión fundamental
de la misión de Jesús. Ella es un verdadero reto para sus interlocutores que se
detienen en el respeto formal de la ley. Jesús, en cambio, va más allá de la
ley; su compartir con aquellos que la ley consideraba pecadores permite comprender
hasta dónde llega su misericordia.
También el Apóstol Pablo hizo un recorrido
parecido. Antes de encontrar a Jesús en el camino a Damasco, su vida estaba
dedicada a perseguir de manera irreprensible la justicia de la ley (cfr Flp 3,6). La conversión a Cristo lo
condujo a ampliar su visión precedente al punto que en la carta a los Gálatas
afirma: « Hemos creído en
Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la
Ley » (2,16). Parece
que su comprensión de la justicia ha cambiado ahora radicalmente. Pablo pone en
primer lugar la fe y no más la ley. El juicio de Dios no lo constituye la
observancia o no de la ley, sino la fe en Jesucristo, que con su muerte y
resurrección trae la salvación junto con la misericordia que justifica. La
justicia de Dios se convierte ahora en liberación para cuantos están oprimidos
por la esclavitud del pecado y sus consecuencias. La justicia de Dios es su
perdón (cfr Sal 51,11-16).
21. La misericordia no es contraria a la justicia
sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una
ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer. La experiencia del
profeta Oseas viene en nuestra ayuda para mostrarnos la superación de la
justicia en dirección hacia la misericordia. La época de este profeta se cuenta
entre las más dramáticas de la historia del pueblo hebreo. El Reino está
cercano de la destrucción; el pueblo no ha permanecido fiel a la alianza, se ha
alejado de Dios y ha perdido la fe de los Padres. Según una lógica humana, es
justo que Dios piense en rechazar el pueblo infiel: no ha observado el pacto
establecido y por tanto merece la pena correspondiente, el exilio. Las palabras
del profeta lo atestiguan: « Volverá al país de Egipto, y Asur será su rey, porque se han negado a
convertirse »
(Os 11,5). Y sin
embargo, después de esta reacción que apela a la justicia, el profeta modifica
radicalmente su lenguaje y revela el verdadero rostro de Dios: « Mi corazón se convulsiona dentro de
mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi
cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo
en medio de ti y no es mi deseo aniquilar » (11,8-9). San Agustín, como comentando las
palabras del profeta dice: « Es más fácil que Dios contenga la ira que la misericordia »[13].
Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de
ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La
justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente
a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la
justicia con la misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la
justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la
pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se
experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y
la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base
de una verdadera justicia. Debemos prestar mucha atención a cuanto escribe
Pablo para no caer en el mismo error que el Apóstol reprochaba a sus
contemporáneos judíos: « Desconociendo la
justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a
la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de
todo el que cree » (Rm 10,3-4). Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos
como gracia en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de
Cristo, entonces, es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo,
porque nos ofrece la certeza del amor y de la vida nueva.
22. El Jubileo lleva también consigo la
referencia a la indulgencia. En el Año Santo
de la Misericordia ella adquiere una relevancia particular. El perdón de Dios
por nuestros pecados no conoce límites. En la muerte y resurrección de
Jesucristo, Dios hace evidente este amor que es capaz incluso de destruir el
pecado de los hombres. Dejarse reconciliar con Dios es posible por medio del
misterio pascual y de la mediación de la Iglesia. Así entonces, Dios está
siempre disponible al perdón y nunca se cansa de ofrecerlo de manera siempre
nueva e inesperada. Todos nosotros, sin embargo, vivimos la experiencia del
pecado. Sabemos que estamos llamados a la perfección (cfr Mt 5,48), pero
sentimos fuerte el peso del pecado. Mientras percibimos la potencia de la
gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos
condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones
que son consecuencia de nuestros pecados. En el sacramento de la Reconciliación
Dios perdona los pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la
huella negativa que los pecados tienen en nuestros comportamientos y en
nuestros pensamientos permanece. La misericordia de Dios es incluso más fuerte
que esto. Ella se transforma en indulgencia del Padre que a través de la Esposa de Cristo alcanza al pecador
perdonado y lo libera de todo residuo, consecuencia del pecado, habilitándolo a
obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado.
La Iglesia vive la comunión de los Santos. En la
Eucaristía esta comunión, que es don de Dios, actúa como unión espiritual que
nos une a los creyentes con los Santos y los Beatos cuyo número es incalculable
(cfr Ap 7,4). Su santidad
viene en ayuda de nuestra fragilidad, y así la Madre Iglesia es capaz con su
oración y su vida de encontrar la debilidad de unos con la santidad de otros.
Vivir entonces la indulgencia en el Año Santo significa acercarse a la
misericordia del Padre con la certeza que su perdón se extiende sobre toda la
vida del creyente. Indulgencia es experimentar la santidad de la Iglesia que
participa a todos de los beneficios de la redención de Cristo, porque el perdón
es extendido hasta las extremas consecuencias a la cual llega el amor de Dios.
Vivamos intensamente el Jubileo pidiendo al Padre el perdón de los pecados y la
dispensación de su indulgencia misericordiosa.
23. La misericordia posee un valor que sobrepasa
los confines de la Iglesia. Ella nos relaciona con el judaísmo y el Islam, que
la consideran uno de los atributos más calificativos de Dios. Israel primero
que todo recibió esta revelación, que permanece en la historia como el comienzo
de una riqueza inconmensurable de ofrecer a la entera humanidad. Como hemos
visto, las páginas del Antiguo Testamento están entretejidas de misericordia
porque narran las obras que el Señor ha realizado en favor de su pueblo en los
momentos más difíciles de su historia. El Islam, por su parte, entre los
nombres que le atribuye al Creador está el de Misericordioso y Clemente. Esta
invocación aparece con frecuencia en los labios de los fieles musulmanes, que se
sienten acompañados y sostenidos por la misericordia en su cotidiana debilidad.
También ellos creen que nadie puede limitar la misericordia divina porque sus
puertas están siempre abiertas.
Este Año Jubilar vivido en la misericordia pueda
favorecer el encuentro con estas religiones y con las otras nobles tradiciones
religiosas; nos haga más abiertos al diálogo para conocerlas y comprendernos
mejor; elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de
violencia y de discriminación.
24. El pensamiento se dirige ahora a la Madre de
la Misericordia. La dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, para
que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios. Ninguno como
María ha conocido la profundidad el misterio de Dios hecho hombre. Todo en su
vida fue plasmado por la presencia de la misericordia hecha carne. La Madre del
Crucificado Resucitado entró en el santuario de la misericordia divina porque
participó íntimamente en el misterio de su amor.
Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios, María
estuvo preparada desde siempre para ser Arca de la Alianza entre Dios y los hombres. Custodió en su corazón la divina
misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús. Su canto de alabanza, en
el umbral de la casa de Isabel, estuvo dedicado a la misericordia que se
extiende « de generación en
generación » (Lc 1,50). También nosotros estábamos presentes en aquellas palabras
proféticas de la Virgen María. Esto nos servirá de consolación y de apoyo
mientras atravesaremos la Puerta Santa para experimentar los frutos de la
misericordia divina.
Al pie de la cruz, María junto con Juan, el
discípulo del amor, es testigo de las palabras de perdón que salen de la boca
de Jesús. El perdón supremo ofrecido a quien lo ha crucificado nos muestra
hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios. María atestigua que la
misericordia del Hijo de Dios no conoce límites y alcanza a todos sin excluir
ninguno. Dirijamos a ella la antigua y siempre nueva oración del Salve Regina, para que nunca se canse de volver a nosotros sus ojos
misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el rostro de la misericordia,
su Hijo Jesús.
Nuestra plegaria se extienda también a tantos
Santos y Beatos que han hicieron de la misericordia su misión de vida. En
particular el pensamiento se dirige a la grande apóstol de la misericordia,
santa Faustina Kowalska. Ella que fue llamada a entrar en las profundidades de
la divina misericordia, interceda por nosotros y nos obtenga vivir y caminar
siempre en el perdón de Dios y en la inquebrantable confianza en su amor.
25. Un Año Santo extraordinario, entonces, para
vivir en la vida de cada día la misericordia que desde siempre el Padre
dispensa hacia nosotros. En este Jubileo dejémonos sorprender por Dios. Él
nunca se cansa de destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y
quiere compartir con nosotros su vida. La Iglesia siente la urgencia de
anunciar la misericordia de Dios. Su vida es auténtica y creíble cuando con
convicción hace de la misericordia su anuncio. Ella sabe que la primera tarea,
sobre todo en un momento como el nuestro, lleno de grandes esperanzas y fuertes
contradicciones, es la de introducir a todos en el misterio de la misericordia
de Dios, contemplando el rostro de Cristo. La Iglesia está llamada a ser el
primer testigo veraz de la misericordia, profesándola y viviéndola como el
centro de la Revelación de Jesucristo. Desde el corazón de la Trinidad, desde
la intimidad más profunda del misterio de Dios, brota y corre sin parar el gran
río de la misericordia. Esta fuente nunca podrá agotarse, sin importar cuántos
sean los que a ella se acerquen. Cada vez que alguien tendrá necesidad podrá
venir a ella, porque la misericordia de Dios no tiene fin. Es tan insondable es
la profundidad del misterio que encierra, tan inagotable la riqueza que de ella
proviene.
En este Año Jubilar la Iglesia se convierta en el
eco de la Palabra de Dios que resuena fuerte y decidida como palabra y gesto de
perdón, de soporte, de ayuda, de amor. Nunca se canse de ofrecer misericordia y
sea siempre paciente en el confortar y perdonar. La Iglesia se haga voz de cada
hombre y mujer y repita con confianza y sin descanso: « Acuérdate, Señor, de tu misericordia
y de tu amor; que son eternos » (Sal 25,6).
Dado en Roma, junto a San Pedro, el
11 de abril, Vigilia del Segundo Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia,
del Año del Señor 2015, tercero de mi pontificado.
Franciscus
[2] Discurso de apertura del Conc. Ecum. Vat. II, Gaudet Mater Ecclesia, 11 de octubre de
1962, 2-3.
[6] XXVI domingo del tiempo ordinario. Esta colecta se encuentra ya en el
Siglo VIII, entre los textos eucológicos delSacramentario Gelasiano (1198).