jueves, 28 de febrero de 2013

San Gabriel de la Dolorosa

«Enfermedad y muerte: peldaños de una heroica ofrenda»

Por Isabel Orellana Vilches
 Zenit.org
La vida de Francisco Possenti es la de una intensa y bellísima historia de amor a Jesús crucificado, a la Eucaristía y a la Virgen. Pero no fue así desde el principio. Acomodado a los recursos que le ofrecía el alto estatus social de su familia y el éxito que le rodeaba, fue aplazando la respuesta al llamamiento que claramente percibía dentro de sí. Experto en promesas incumplidas se ofrecía a Dios, y casi a renglón seguido se olvidaba de materializar su entrega. La maraña de autoengaños y mentiras psicológicas en las que se enredó le hacían perder el tiempo que Dios había trazado sobre él. Hasta que el sufrimiento atenazó su vida con su propia enfermedad y, sobre todo, con la pérdida del ser que más quería. Jamás intentó doblegar la voluntad divina queriendo acomodarla a la suya. Conmovió el corazón de Gemma Galgani, unida a él, con su asistencia desde el cielo, a través de «visitas» en las que la animaba y aconsejaba.



Nació en Asís el 1 de marzo de 1838. Era el undécimo de trece hermanos. Perdió a su madre cuando tenía 4 años. Su padre era juez en la ciudad y al quedarse viudo se ocupó personalmente de su formación. Era un hombre creyente que, junto a su esposa, había alentado a sus hijos a compartir diariamente prácticas de piedad como el rezo del rosario. Sostenidos por su confianza en Dios afrontaron la desaparición de cinco de los hermanos. La sensibilidad de la que hacía gala se puso de manifiesto también con la educación de Francisco. Éste tenía lo que se dice mal genio. Un carácter impulsivo y tendente a la ira, que su progenitor se preocupó de templar a través de la selecta educación que le proporcionaron los hermanos de las Escuelas Cristianas y los jesuitas con quienes les llevó a estudiar. El mundo en cierto modo le atraía, y como era un líder, fácilmente sobresalía en cualquier lugar. Después, la indómita personalidad, atenuada progresivamente, dejó traslucir un «temperamento suave, jovial, insinuante, decidido y generoso; poseía también un corazón sensible y lleno de afectividad... Era de palabra fácil, apropiada, inteligente, amena y llena de una gracia que sorprendía...». Además, poseía innegable atractivo: alto, bien formado, y le acompañaba incluso su tono de voz. Esmerado en el vestir –iba a la última– tenía dotes para el canto, la poesía y el teatro. Sensible y proclive al enamoramiento, se sentía atraído por la lectura de las novelas. Pero como en su interior mantenía siempre viva su fe cristiana (incluso tenía en su habitación una escultura de la Piedad que veneraba), después experimentaba una honda tristeza y abatimiento. A veces acompañaba a su padre al teatro, y lo abandonaba a escondidas para rezar bajo el pórtico de la cercana catedral, regresando de nuevo antes de que acabara la función.



Dios tocó su corazón por medio de una grave enfermedad. Aterrorizado por ella, prometió que si sanaba, abandonaría la vida que llevaba. Se curó, pero no cumplió su palabra. Con todo, llamó a la puerta de los jesuitas y aunque fue aceptado, pensó que le convenía una comunidad más rigurosa. Nuevamente estuvo a punto de morir, y seguro de que manteniéndose fiel a Dios, sanaría, tocado por el ejemplo del beato Andrés Bobola, al que había pedido su mediación, efectivamente se curó. Solo le quedaba cumplir su promesa ingresando con los jesuitas. Sin embargo, dejó pasar el tiempo. Entonces perdió a la hermana que más quería a consecuencia de una epidemia de cólera, y lo interpretó como un signo divino inaplazable. De modo que, comunicó a su padre la decisión que daría el rumbo definitivo a su existencia. A su progenitor le parecía que un joven tan mundano como él no iba a encajar fácilmente en esa forma de vida y desistiría de su empeño prontamente. En esa época, intervino María. El 22 de agosto de 1856, cuando Francisco asistía a la procesión de la «Santa Icone» en Spoleto, donde residía, la Virgen le dijo:«Tú no estás llamado a seguir en el mundo. ¿Qué haces, pues, en él? Entra en la vida religiosa». Y el 10 de septiembre de 1856, con 18 años, ingresó en el noviciado pasionista de Morrovalle (Macerata). Al profesar tomó el nombre de Gabriel de la Dolorosa.



Efectivamente, y tal como su padre pensó, la diferencia entre la vida que había llevado y la conventual le costó grandes esfuerzos a todos los niveles. En nada se parecía la frugalidad de una mesa sobre la que se extendían humildes viandas con los apetitosos bocados que había gustado en su casa. Los horarios, la disciplina… Se sobrepuso a todo. Y después, hizo notar en sus escritos: «La alegría y el gozo que disfruto dentro de estas paredes son indecibles». Se formó en Preveterino, Camerino e Isola feliz de poder convertirse en sacerdote, pero Dios tenía otros planes para él. Nunca se quejó, soportó santamente las humillaciones, y fue admirado por sus hermanos por la amabilidad de su trato, su fervor, y la fidelidad en el cumplimiento de lo que se le indicaba: «Lo que más me ayuda a vivir con el alma en paz es pensar en la presencia de Dios, el recordar que los ojos de Dios siempre me están mirando y sus oídos me están oyendo a toda hora y que el Señor pagará todo lo que se hace por él, aunque sea regalar a otro un vaso de agua», decía. Refugiado en Cristo y tan alejado de la notoriedad, hasta quemó sus experiencias místicas que habían estado cuajadas de favores celestiales que anotó. Paciente, humilde y obediente supo sacar partido a las mortificaciones y penitencias, creciendo en la santidad a través del dominio de la voluntad en las pequeñas cosas del día a día. A punto de ser ordenado sacerdote en 1861, contrajo la tuberculosis. Tenía presente la Pasión de Cristo y le habían consolado «Las glorias de María» de san Alfonso María de Ligorio, que acrecentaron su devoción por la Virgen. Tras un año de sufrimientos, ofrecidos como víctima expiatoria a Cristo, dando heroico testimonio de paciencia y de conformidad en tan doloroso proceso, murió en Isola del Gran Sasso, Teramo, el 27 de febrero de 1862. Fue canonizado el 13 de mayo de 1920 por Benedicto XV.



viernes, 15 de febrero de 2013

Escuelas Católicas


Una propuesta de reflexión sobre los currículos de las escuelas católicas
Ponencia del arzobispo de La Plata Héctor Aguer, en el 50 Curso de Rectores del Consejo Superior de Educación Católica

BUENOS AIRES, 14 de febrero de 2013
Zenit.org -
 El arzobispo de La Plata, Argentina, y presidente de la Comisión de Educación Católica, monseñor Héctor Aguer, tuvo una ponencia este jueves 14 de febrero, en el 50 Curso de Rectores del Consejo Superior de Educación Católica, que se desarrolla en Buenos Aires hasta este sábado 16, en el Centro de Exposiciones de la Ciudad de Buenos Aires. La intervención del obispo platense encierra elementos de reflexión que consideramos útil para los lectores por lo que ofrecemos el texto completo.
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En esta edición jubilar del Curso de Rectores del CONSUDEC se ha elegido muy oportunamente como tema el desarrollo curricular de la escuela católica. El título encierra una definición: puede haber, debe haber, un desarrollo curricular propio de la escuela católica, en el cual se concrete nuestro proyecto educativo y no sólo idealmente, sino también de hecho, la misión educativa de la Iglesia en cada una de sus instituciones. El encuadre institucional, el dónde del proceso educativo, que se ajusta a los contextos culturales y sociales más diversos, tiene una matriz común: es la Iglesia la que educa en sus múltiples comunidades, supuesto que cada una de ellas mantiene su identidad católica y actualiza incesantemente el propósito de participar en la obra eclesial de transmisión de la fe y de formación de personas cristianas. Así como el proyecto educativo institucional se inspira en el proyecto educativo común de la escuela católica y lo especifica localmente, también el diseño curricular institucional y sus desarrollos correspondientes deben referirse a un currículo propio de la educación católica, que podríamos designar como su propia ratio studiorum. En el único sistema de educación pública vigente en la Argentina, del cual el subsistema educativo eclesial es una vertiente caudalosa, el último nivel de concreción del diseño curricular que es el proyecto curricular institucional, no responde sin más al diseño establecido por el Estado tanto en el orden nacional como en el provincial y que debe ser obviamente respetado según corresponda, sino a través de esa mediación jurisdiccional que es la Iglesia, la escuela católica; por tanto, debe responder a la verdad de la fe, a la visión cristiana del hombre y del mundo, a las líneas maestras, históricamente consagradas, de la pedagogía cristiana.
¿Qué es un currículo?
Una primera acepción, la más común, vulgarizada, lo define limitadamente como plan de estudios. En una segunda, el diccionario de la Real Academia Española lo presenta como el conjunto de estudios y prácticas destinadas a que el alumno desarrolle plenamente sus posibilidades. Este sentido se acerca al concepto clásico deratio: no sólo orden, disposición, sino también modo, camino, método, condición, cualidad, y aun motivo, causa, naturaleza. En el currículo se refleja una identidad. Las modernas teorías del currículo conciben al diseño curricular como la explicitación fundamentada de un proyecto educativo en los aspectos más directamente vinculados a los contenidos y procesos de enseñanza y aprendizaje. Subrayan, además, el valor fundamental de la articulación vertical de todos los niveles, desde el inicial hasta el superior, y la articulación horizontal y los modelos integradores de las distintas disciplinas y demás recursos en el mismo ciclo, grado o año. Señalan, entre otros elementos, la importancia de las concepciones filosóficas, antropológicas, epistemológicas y sociológicas que son fuentes del proyecto educativo y proponen superar una definición restrictiva de los contenidos. Éstos no son sólo datos o conceptos provenientes de diferentes campos disciplinarios, es decir conocimientos científicos, sino también valoraciones, actitudes, habilidades, métodos y procedimientos. Según las teorías aludidas importa sobremanera la consideración del perfil del sujeto que se educa; dicho de otro modo, en la explicitación del proyecto curricular ha de reflejarse la finalidad del proceso educativo: quién es el educando y qué persona se quiere formar.
Dos modelos históricos
Esta concepción del currículo no es una novedad en la historia de la educación y mucho menos para la tradición pedagógica de la Iglesia. Quiero referirme a un modelo clásico, que ha gozado de vigencia varias veces secular y que ha sido actualizado sucesivamente, la Ratio atque institutio studiorum de la Compañía de Jesús, que después de varios ensayos tuvo su edición definitiva en 1599. El alumno es en este modelo el centro de la acción educativa y el protagonista del proceso de formación: el aprendizaje activo implica el desarrollo de las propias capacidades cognitivas del joven, que se inicia en la exploración de la realidad sin prejuicios, pero con espíritu crítico, para no dejarse condicionar por falsos valores. El propósito de este proyecto educativo, en el ámbito intelectual, es dotar al estudiante de un método general de acceso al conocimiento, más que transmitirle una serie de nociones. Para estimular los procesos cognitivos y de análisis la orientación pedagógico-didáctica apunta a unir experiencia y reflexión, introduce en el arte de descomponer una situación dada en sus elementos fundamentales, en la individuación de analogías y diferencias entre situaciones diversas y el descubrimiento de conexiones entre ellas. Siglos antes de la famosa Enciclopedia y sus ambiciones de totalidad se renuncia expresamente al enciclopedismo, como si se asumiera la fórmula del casi contemporáneo Michel de Montaigne: mejor una cabeza bien formada que una cabeza muy llena. Se aspiraba a otra totalidad: no sólo la formación de la mente sino la educación integral de la persona; el estudio es concebido como instrumento y condición indispensable para la libertad del hombre. La Ratio entiende la educación con una finalidad pastoral, apostólica; de allí el fuerte dinamismo religioso que se imprime al proceso educativo, en el marco de una visión positiva del hombre y del mundo. Un elemento de gran valor en este modelo es la preparación del docente, que debía recorrer un severo itinerario para asegurar su competencia; además de la base teórica se exigía la participación fuertemente interactiva en un laboratorio didáctico, en el cual era posible adquirir la capacidad de trabajar en un grupo interdisciplinar, la habilidad para proyectar las actividades didácticas con claros objetivos y estrategia metodológica y para fijar los parámetros de evaluación.
Otro modelo –en general poco conocido– es el de las Pequeñas Escuelas de Port-Royal, desarrolladas durante la primera mitad del siglo XVII en Francia por el movimiento jansenista. Desde una visión teológica heterodoxa, constrastante con la que inspiraba la Ratio de la Compañía, el proyecto educativo de Port-Royal mostraba curiosas similitudes con aquélla y metodologías revolucionarias para la época. Su intento era hacer del estudio algo tan agradable como el juego, que la instrucción se orientara a formar la capacidad de juicio, reconocida como la principal facultad del hombre, pero sin descuidar el necesario estímulo de los alumnos a la acción concreta como elemento fundamental de la formación del corazón. Se introdujo en la lectura el método fonético ideado por Blaise Pascal y el uso de plumas de metal para facilitar la escritura. Otra novedad a destacar es la opción por la lengua francesa, con la cual se iniciaba el aprendizaje y que servía como introducción al posterior acercamiento al latín. Para hacer más accesible la comprensión de los textos latinos el maestro solía recitarlos animadamente, ofreciendo así una especie de traducción viviente; el ejercicio de la escritura y la composición literaria comenzaba también en francés y sobre temas de libre elección, lo cual permitía asimilar más fácilmente, por comparación de los dos idiomas, la construcción latina. Además de Pascal aportaron a la obra educativa de Port-Royal Antoine Arnauld, autor del Reglamento de los estudios y guía intelectual de las escuelas, Claude Lancelot y Pierre Nicole, maestro de filosofía y humanidades, que produjo materiales muy valiosos y destacó la importancia del estímulo de los sentidos y de la intuición como punto de partida de la enseñanza. Al igual que en la Ratio de la Compañía, también en el método de las escuelas jansenistas se apreciaba la controversia o disputa como recurso para suscitar y mantener el interés sobre lo aprendido en las lecciones y para promover el comentario crítico y el hábito de la interpretación.
El saber y la formación de la persona
He traído a cuento estos modelos históricos por lo que contienen de permanente para el educador cristiano, y de válido en una “sociedad del conocimiento” como la nuestra. Basta destacar un aspecto fundamental de la orientación pedagógica que debe manifestarse en el diseño y los desarrollos curriculares: podríamos identificar este valor como una vía media, por elevación, entre el enciclopedismo que afectó tradicionalmente a la enseñanza secundaria y la posible fragmentación del saber que caracteriza a la excesiva especialización. Otro factor de desequilibrio en esta segunda vertiente de la alternativa es el empobrecimiento de los contenidos sufrido resignadamente por efecto de una decadencia general de la cultura y la necesidad de adecuarse a las posibilidades intelectuales de alumnos mal escolarizados desde el inicio, o bien porque se imponen criterios reduccionistas, por ejemplo una abusiva “sociologización” de las disciplinas bajo influjos ideológicos y políticos. Una urgencia insoslayable de la enseñanza es adoptar como opción pedagógica la integración del saber, una organización del conocimiento que habilite a los jóvenes para la reflexión sobre los datos que van adquiriendo. Son especialmente los nativos digitales, como se los llama, inclinados espontáneamente a la dispersión en el océano de la navegación cibernética y, peor aún, arrebatados por la futilidad en el uso constante del smartphone y otras lindezas electrónicas, quienes corren el riesgo de entrar en un proceso involutivo que conduce a una atrofia intelectual, a la incapacidad de pensar lógicamente. No lo digo yo por cuenta propia; es ésta la preocupación de numerosos expertos. El mes pasado, en un congreso realizado en la Universidad Católica de Milán, se propuso componer un vademécum para interrumpir esa involución; entre otras medidas se incluía la prohibición de smartphones y de iPads en el aula, reglamentar la utilización de las nuevas tecnologías reservándolas para los experimentos y la investigación, revalorizar la enseñanza del latín y del griego y el papel de la escritura a mano. A propósito, también el mes pasado, Guido Ceronetti publicaba en Il Corriere della Sera, al modo de una desprejuiciada provocación, el llamado a redescubrir la caligrafía, o por lo menos el retorno a la grafía manual, que sería beneficioso, según el autor, incluso para los alumnos de mala letra y que no tienen intención ni ganas de mejorarla. He mencionado este detalle como ejemplo y para curarnos en salud, ya que nosotros, en las cuestiones educativas como otros ámbitos de la vida, solemos marchar alegremente de ida cuando países veteranos en la invención cultural están razonablemente de vuelta. El diseño curricular debe reflejar en la dimensión propiamente intelectual de la transmisión de conocimientos el propósito de convergencia entre las diversas disciplinas y la armonía entre las ciencias naturales y las ciencias humanas, pero también tendrá que incorporar las otras dimensiones de la vida personal y social de cuyo desarrollo depende el cumplimiento del ideal de una educación integral. Aludí anteriormente a los valores permanentes encerrados en los modelos históricos evocados. Como punto de referencia para reconocer su actualidad podemos recordar las líneas principales del célebre informe de la UNESCO sobre la educación para el siglo XXI, presentado en 1996; es el llamado informe Delors, cuyo título en francés expresa La educación: en su interior se oculta un tesoro. Según este documento los procesos educativos deberán atender a cuatro órdenes de aprendizaje que constituyen otros tantos mojones para orientar el camino en un mundo complejo y cargado de inquietudes: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos, aprender a ser. Son cuatro capítulos de formación que tienden al desarrollo y cultivo de todas las dimensiones de la persona: la adquisición de los instrumentos del conocimiento y la comprensión; la competencia para la acción creativa, que permita afrontar con éxito múltiples situaciones y dificultades; la capacidad para participar en la vida social con espíritu de cooperación y concordia; el florecimiento de la propia personalidad y de las cualidades necesarias para obrar con libertad y responsabilidad. Habría que añadir la dimensión religiosa; ¿por qué tendría que obviar la UNESCO esta magnitud que corona toda cultura verdaderamente humana? En el currículo de la escuela católica la doctrina de la fe y la visión teológica consiguiente del hombre y del mundo inspiran e iluminan la organización y la integración del saber; el don de la gracia y la experiencia de oración, litúrgica y personal, son la fuente de la formación del corazón, de la voluntad, de la libertad. Esta dimensión que sella la identidad, la autenticidad de la escuela católica, no puede ser recluida en un rincón del currículo como una clase de religión o de catequesis añadida a la última hora de la mañana o de la tarde, una vez por semana. Al contrario, ella tiene que impregnar todo el desarrollo curricular y la vida de la comunidad educativa. Tenemos un modelo en la estructura misma del Catecismo de la Iglesia Católica, conjunto que expresa la totalidad de la formación cristiana a partir de la comunicación de Dios al hombre en la revelación de Jesucristo: una inteligencia cristiana de la realidad en la que se ofrece el gozo de la verdad, el sentido de la vida según la ley evangélica, que puede ser asumido como una vocación si el ritmo de la vida personal, a través de la experiencia litúrgica –sobre todo de la eucaristía- entra en contacto con el Señor que viene siempre a nuestro encuentro. Convendría revisar continuamente nuestros proyectos educativos y los desarrollos curriculares para advertir con sinceridad en qué punto nos encontramos de realización del ideal, o para constatar que al menos nos dirigimos hacia él y no hemos marrado el camino.
El sentido de la verdad
En relación a la fuente que es el Catecismo quiero referirme a tres metas que definen tareas imprescindibles de la escuela católica. La cuestión es cómo se las procura a través de los lineamientos y desarrollos del currículo. En primer lugar señalo la necesidad de cultivar en nuestros alumnos el sentido de la verdad, fin estrechamente ligado al papel vital de la inteligencia, a las potencialidades de la razón humana. En el magisterio de Benedicto XVI encontramos numerosas intervenciones sobre este tema, el repetido llamado a superar el encogimiento de la racionalidad moderna para abrirse con valentía a la amplitud de la razón. Pareciera que en la cultura actual aquella razón que ha dado origen a la modernidad y a la Ilustración potenciándose con pretensiones absolutas, en términos casi divinos, se ha resignado a no alcanzar la verdad, en una autolimitación que equivale a un suicidio. Más todavía, se impone lo que el Papa ha llamado la dictadura del relativismo, como si un consenso mayoritario que resuelva la dialéctica de opiniones divergentes pudiera ocupar el lugar de la verdad. En el reino del pensamiento débil toda presunta verdad es provisoria y subjetiva; es “mi verdad”, “tu verdad”. Es éste un síntoma de decadencia cultural y de intoxicación espiritual: se lo percibe en el modo de pensar, de expresarse y de actuar de mucha gente, que ha perdido el sentido de la verdad, el amor y el gusto de la verdad. En nuestros propios ambientes se ha desprestigiado el conocimiento de la fe, su contenido de verdad, para privilegiar exclusivamente la vivencia. Benedicto XVI recordaba al promulgar el Año de la Fe que existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. Los alumnos de nuestras escuelas están condicionados por aquellos aires culturales, como nosotros mismos podemos ceder imperceptiblemente a su influjo. No es fácil hacer comprender a los chicos de hoy que la fe no consiste en una fuerte vibración emotiva, que no puede sino ser momentánea, que no se reduce al entusiasmo que pueden experimentar en una jornada, un encuentro, un retiro, que no es solamente sentir que Cristo está cerca de ellos. La fe es adhesión personal a Dios en Cristo, que es la Verdad, el pensamiento y la palabra del Padre, y su mensaje se articula en el cuerpo armonioso y bello de verdades que constituyen nuestro credo, el conocimiento de la fe. ¿En qué medida se intenta transmitir el sentido de la verdad, y ayudar a que los jóvenes la perciban y amen, en los ciclos de enseñanza religiosa escolar y en los encuentros de catequesis, desde el nivel inicial hasta el último curso del secundario? El conocimiento de la fe expuesto en el espacio específico de una pequeña teología escolar se proyecta en el enfoque de las diversas materias, en la formación cultural integral a la que aspira todo serio proyecto de educación católica; así es posible mostrar cómo se armonizan la razón ya la fe en la síntesis sapiencial del cristianismo, que no desdeña –al contrario, acoge y promueve- cuanto hay de verdadero en los saberes humanos. En la inteligencia de la fe y en el sentido de la verdad se apoya el trato íntimo con Dios, el afecto de la caridad y el testimonio de la vida cristiana. Los valores cristianos La escuela transmite valoraciones y actitudes además de conocimientos científicos, procedimientos y métodos; en los últimos años se ha insistido especialmente en la cuestión de los valores. Sabemos que el proyecto educativo de la escuela católica incluye como algo fundamental la formación de los alumnos en los valores evangélicos y la plena identificación con ellos, ya que su finalidad es ayudarlos a plasmar una personalidad cristiana. Esta tarea es en la actualidad particularmente ardua ya que nuestro medio cultural –por lo menos en vastos sectores de la población- ha sido ganado por una especie de neopaganismo. No caben ante esta realidad ni el asombro ni el escándalo; corresponde, en cambio, un discernimiento perspicaz y sereno, lo más objetivo posible. Los valores que hoy día tienden a imponerse no son los valores cristianos; más aún, éstos son muchas veces ridiculizados, hechos objeto de burla o de ironía. Aparecemos en una situación incómoda cuando tenemos que sostener públicamente valores básicos del ámbito de la moral personal o de la ética social. La voz de la Iglesia es con frecuencia ignorada o menospreciada por los magos de la economía y los dueños de la política cuando reitera sus llamados a la justicia, a la solidaridad; o cuando advierte sobre las consecuencias de determinados modelos de organización social. La mayoría de la corporación mediática reacciona con sorna y nos contradice cuando salimos al cruce de proyectos de ley que atentan contra el orden natural o cuando exponemos la verdadera concepción de la familia, del amor y de la sexualidad. En ese contexto debemos ayudar a nuestros educandos a reconocer y asimilar sin complejos la identidad cristiana y el estilo de vida que le es propio; nuestra misión es suscitar en ellos entusiasmo y amor por los valores cristianos, presentándolos en toda su integridad y belleza como camino hacia la verdadera felicidad. Los jóvenes se identifican espontáneamente con algunos de esos valores: la justicia, el respeto a la libertad, la autenticidad; tienden, sin embargo, a concebirlos de manera individualista. Les cuesta, en general, apreciar y hacer suyos otros que no están de moda y que sufren una erosión continua por parte de la propaganda, por ejemplo la castidad, el amor entendido como donación, como generosa entrega de la voluntad, la austeridad de vida, la solidaridad efectiva, sostenida con el propio sacrificio. Todos podemos constatar cómo los alumnos de nuestros colegios se pliegan fácilmente a la mentalidad ambiente y acaban aceptando como lícitos los antivalores promocionados en ella. Son sensibles a un insidioso planteo que presenta la fidelidad a la ley evangélica como un obstáculo a la felicidad, como algo triste, propio de épocas pasadas, como una limitación indebida de la libertad y de las posibilidades humanas de realización. Es preciso reflexionar con los chicos para que puedan desmontar esa falacia con argumentos sólidos. Está en juego en todo esto la imagen auténtica del hombre. Me permito rubricar lo dicho en este tramo de mi exposición refiriendo un caso reciente, del cual me enteré por una nota periodística. Parece que en este enero pasado muchos jóvenes argentinos eligieron para su veraneo una playa de Brasil; eran tantos que coparon la plaza. Entre ellos había un número abultado de exalumnos de varios colegios católicos de renombre. El comentario describía los desarreglos a los que los muchachos y las chicas se entregaban; una de ellas, también exalumna nuestra, lo definió con una palabra malsonante pero muy gráfica que no me atrevo a repetir. Reconozco que no sería justo generalizar este ejemplo. Pero me parece que se trata de un caso paradigmático, que debe hacernos reflexionar; como se dice vulgarmente “poner las barbas en remojo”: o las cosas se han tornado demasiado difíciles o algo no estamos haciendo bien. Este es, en mi opinión, el planteo: ¿formamos cristianos de veras o nos resignamos a criar carne de boliche?
El sentido religioso
La cuestión de los valores, y de los valores cristianos, no debe plantearse en la escuela con inspiración y criterios moralistas, actitud que no responde a lo mejor de la tradición católica. El modelo de una educación en valores –como se dice habitualmente– no puede ser un humanismo pelagiano, reciclado según el gusto y los acentos actuales, en el que no cuenta la necesidad de la gracia y su acción eficaz en los corazones para vivir dignamente según el designio de Dios. La meta de nuestra educación no es formar simplemente personas honradas; vamos a formar buenas personas si logramos formar buenos cristianos, que hagan la experiencia del encuentro con Cristo y se deciden a seguirlo. Apunto a un aspecto fundamental del proyecto educativo católico: el cultivo en niños y jóvenes del sentido de Dios y de su misterio. Me detengo brevemente en este propósito que merece gozar de la máxima transversalidad en todo el currículo. La educación del sentido religioso encuentra en la actualidad dos obstáculos principales opuestos entre sí, que operan desde hace varias décadas en la cultura de nuestra sociedad marcada por la urbanización y la globalización. Por un lado, el secularismo impregna la mentalidad de multitudes provocando en ellas el eclipse del sentido de Dios; la actitud secularista se caracteriza por la indiferencia ante la realidad de Dios, por la incapacidad de percibir los signos de la presencia divina en el mundo y en los acontecimientos de nuestra vida. En el fenómeno sociológico y cultural del secularismo confluyen diversas causas, pero su fuente ideológica de inspiración está en un antropocentrismo radical que se ha desarrollado en el curso de la modernidad y que perdura bajo nuevas formas, pero que implica siempre la ambición del hombre de realizarse a espaldas de Cristo, al margen de Dios. Por otro lado, se difunde en muchos ambientes el vago espiritualismo del movimiento New Age, una moda cultural en la que revive la vieja tentación panteísta: Dios sería el todo divino en el cual estamos incluidos nosotros como una chispa de esa totalidad; o bien sería lo profundo de nuestra conciencia, el yo que tenemos aún que descubrir, sea con el yoga y la meditación trascendental, con la dieta naturista, con el control mental o mediante la ayuda de un gurú que nos enseñe a respirar. Muchos chicos traen a nuestras escuelas un condicionamiento más o menos subliminal debido al influjo de esas dos corrientes y que constituye una dificultad, un impedimento para el desarrollo de un sentido religioso auténticamente católico. ¿Sacramentos en el currículo? El desarrollo de una sensibilidad espiritual respecto al misterio de Dios, del Dios Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, acerca de su presencia en la Iglesia y en nosotros por el don de la gracia que nos recrea en la novedad de Cristo, no se produce como fruto exclusivo de la enseñanza religiosa escolar ni de los encuentros catequísticos, por más vital que la catequesis sea. Importa, sin duda, la exposición doctrinal del misterio trinitario y de la historia de la salvación que culmina en Cristo. Pero es imprescindible la experiencia litúrgica, y concretamente el encuentro con Cristo vivo en la Eucaristía. La fuente de la gracia, del sentido de lo sagrado y de la cercanía de Dios es la liturgia sacramental como celebración del misterio de Cristo; en ella es asumida toda la realidad simbólica de lo humano y se la pone en contacto con la vida de Dios según el misterio teándrico del Verbo hecho hombre. Merced a la pedagogía litúrgica se aprende, en un proceso lento y progresivo de educación, el sentido de lo sagrado y de la gratuidad del don divino, de la vida natural y sobrenatural. ¿Cómo puede entrar esta dimensión de la existencia cristiana en el currículo escolar? Habría que detenerse con mucho más tiempo en este punto crucial. Existe un problema de fondo que trasciende absolutamente los límites de la escuela. Me refiero al defecto ancestral del catolicismo argentino: la inmensa mayoría de los fieles bautizados no va habitualmente a misa; la misa dominical no es para ellos el centro de la vida cristiana. Esa carencia de experiencia litúrgica, de cultura eucarística, determina ciertas maneras de concebir la Iglesia y de relacionarse con ella, la búsqueda de otras expresiones del sentimiento religioso y la piedad, e influye sobre el enfoque con que se encara la vida cotidiana. Si esta percepción es correcta, habrá que admitir asimismo que la inmensa mayoría de los alumnos de nuestras escuelas no va a misa los domingos. ¿Basta que asistan quizá una vez por mes cuando se celebra en el colegio? Se puede pensar que peor que eso es nada, pero ¿cómo se forma en ellos el sentido de la religión, del culto debido a Dios y de la pertenencia a la comunidad de la Iglesia, en la cual y con la cual creen? Apunto otra cuestión básica: en algún momento del ciclo primario los niños suelen hacer su primera comunión, y en otro reciben el sacramento de la confirmación –si no se lo posterga abusivamente hasta bien entrada la adolescencia. Respecto de lo primero: se supone que durante el año en que harán su primera comunión son preparados cuidadosamente por una catequista rigurosamente tal y no por la propia maestra si ella no tiene la formación y la competencia necesaria, aunque sea una excelente persona y se preste a la tarea con buena voluntad. Pero, durante ese año al menos, ¿van los chicos a misa los domingos? ¿Se les presenta la primera comunión como la primera vez en que participarán plenamente del santo sacrificio, del culto de la Iglesia en el que se actualiza la Pascua del Señor? ¿O por ventura la comprensión del acontecimiento se limita a la verdad parcial que expresa el discurso clásico “Jesús viene a mi alma”, sin referencia necesaria al sacrificio de la misa, a la comunidad litúrgica, a la Iglesia que se reúne en un lugar, en la propia parroquia –porque aunque no lo sepan todos tienen una? La recepción de los sacramentos que completan la iniciación bautismal debe ser siempre referida a la unidad de la iniciación cristiana, que culmina en la eucaristía, sacramento asiduo de la Pascua dominical. La meta a señalar a los niños durante la preparación es la práctica sacramental, una vida eucarística. No habría que olvidar la necesaria pedagogía de la reconciliación, el sacramento del perdón, en el que se renueva la gracia lustral del bautismo, ámbito en el cual también es educada con el correr del tiempo la conciencia del cristiano. Ya puede verse, con estos planteos, hasta dónde se extiende para nosotros la amplitud del currículo. Los problemas pedagógicos y pastorales apenas esbozados tendrán que ser afrontados con discreción, creatividad y paciencia.
Algunas áreas
La filosofía
Como último capítulo de esta intervención me propongo ahora ofrecer unas pocas observaciones sobre dos áreas del currículo que son particularmente significativas en orden a la formación integral de los jóvenes y a la identidad de la escuela católica. En primer término me detengo en la enseñanza de la filosofía, ubicada en el ciclo superior de la escuela secundaria, en el sexto año. En realidad, esta tardía aparición de los planteos filosóficos podría anticiparse, siquiera implícitamente o de un modo propedéutico, desde la prolongación de los interrogantes y de las respuestas que respectivamente se suscitan y se alcanzan en el estudio de varias disciplinas; pienso tanto en las ciencias de la naturaleza cuanto en las ciencias humanas, como también en la reflexión sobre los contenidos de la revelación en los cursos de enseñanza religiosa escolar, ámbito éste en el cual puede iniciarse tempranamente y en bosquejo un diálogo entre la razón y la fe. En la concreción del diseño curricular de esta materia desempeña una función decisiva la noción misma de filosofía. El establecido oficialmente por la Provincia de Buenos Aires –para hablar del que conozco de primera mano– propone una distinción valiosa entre la filosofía y la historia de la disciplina que incluye las respuestas de los filósofos por un lado, y por otro la invitación y la iniciación al filosofar, actividad profundamente humana en la que el docente tiene que involucrar a los alumnos. Lamentablemente, el mencionado diseño adopta una noción estrecha, reductiva, de la filosofía, de la que destaca unilateralmente la función crítica del pensamiento filosófico y desconoce el impulso que lo anima hacia la comprensión de la totalidad de lo real que se nos aparece y que nos incita a encontrar su última razón y significado. Transcribo algunas de aquellas fórmulas que expresan en el diseño oficial la noción de filosofía en su acepción verbal: el filosofar. Se dice, por ejemplo, que es un ejercicio crítico de pensamiento que interpela lo naturalizado, al punto de comprometer la propia subjetividad; y también: práctica reflexiva y crítica… construcción crítica de un proceso de indagación y de investigación, empeño en el que históricamente se ha dado un gesto común que es el de la problematización, del cuestionamiento, de la indagación, forma de conocimiento que pone el acento en la pregunta más que en la respuesta. Digamos nosotros, mejor, que la reflexión filosófica incluye esencialmente la búsqueda, el inquirir cuidadoso y metódico, pero ejercido sobre el ser de lo real y con la aspiración de descubrir su fundamento, para que la inquietud se calme y la inteligencia repose gozosa y fruitivamente en él. Lo que se busca es la sabiduría, entendida –ya lo señalaba Aristóteles– como la totalidad del saber, en la medida de lo posible, pero sin tener la ciencia de cada objeto en particular, lo cual corresponde a las ciencias particulares. El nombre mismo filosofía lo está indicando: es el amor de la sabiduría. Esto es lo que no aparece en el currículo bonaerense, porque la metafísica queda absorbida en una teoría crítica del conocimiento; lo que luego interesa, a juzgar por la descripción que se hace de los módulos, es el arte, la ética, la política y la historia. Otra opción notable es el desconocimiento de la reflexión filosófica de los cristianos; como si entre Aristóteles y Kant nada se hubiera aportado se silencia que existieron Agustín y Tomás de Aquino –por mencionar sólo las cumbres– y que en el siglo XX hubo asimismo pensadores cristianos de fuste, dignísimos de ser tenidos en cuenta. Debe ser una manifestación más del escrúpulo laicista. Alerto sobre esta orientación parcializada porque habrá que hacer un donoso escrutinio de programas y textos. En este área del currículo se plantea de un modo rigurosamente reflexivo la cuestión de la verdad. El deseo universal de saber tiene un objeto que es la verdad, el discernimiento entre lo que es verdadero y lo que es falso, un juicio objetivo sobre la realidad de las cosas. En el orden práctico –porque la ética es una disciplina filosófica– la búsqueda de la verdad se pone en relación con el bien que hay que realizar, y sobre todo se orienta hacia el conocer la verdad del propio fin y consiguientemente el sentido de la existencia. El itinerario así esbozado puede resultar apasionante para los adolescentes, ya que en él se descubren los diversos modelos de vida; interrogarse sobre las propuestas tan seductoras como superficiales que circulan en lo que suele llamarse “cultura joven” será un ejercicio saludable de la inteligencia, con repercusiones afectivas y posibles opciones de auténtica libertad. La verdad llama al amor, a la elección de un camino de vida. En la escuela católica los planteamientos filosóficos ofrecen la oportunidad de que los alumnos descubran y experimenten la dimensión trascendente y religiosa de la razón. Es éste un tema que aparece regularmente en el magisterio de Benedicto XVI, en continuidad con la enseñanza del beato Juan Pablo II: abrir a la razón el camino hacia el misterio, pues existe una relación profunda y armoniosa, comprobada históricamente, entre la revelación cristiana y la filosofía. Entender para creer y creer para entender son términos correlativos. La fe pide ser pensada, reclama una inteligencia de la fe que se logra mediante la ayuda de la razón, y por otra parte la razón, en la culminación de su búsqueda, admite como necesario lo que la fe le presenta (Fides et Ratio, 2) y resulta iluminada y potenciada en su ejercicio por esa información suprarracional. Considero que se podrían esperar resultados sorprendentes y fecundos si el curso de filosofía, en ese último año del secundario, tristemente abreviado de hecho por el viaje y las fiestas de egresados, se convirtiera en un foro del saber que lograra suscitar el vivo interés y la activa participación de los alumnos. Que algo de ese ideal pueda alcanzarse depende del ingenio y el arrojo de los maestros.
Una pedagogía de la palabra
Es frecuente la quejosa crítica acerca de la capacidad de leer y escribir de los adolescentes de hoy; las deficiencias las conocen de cerca y las sufren maestros y profesores. Se comprueba que niños que han completado la escolaridad primaria y muchachos y chicas que concluyeron el ciclo secundario enfrentan obstáculos insalvables a la hora de comprender un texto que se les proponga, adecuado a la capacidad que normalmente debían haber alcanzado en uno u otro nivel. Lo mismo, y aun agravado, puede decirse del ejercicio literario de redacción. También se ha señalado reiteradamente el terrible empobrecimiento del lenguaje de los jóvenes, de sus tropiezos en el habla y de su reducida facultad de expresión verbal. No desciendo a una comparación –que podría resultar injusta y odiosa– entre la escuela estatal y la de gestión privada; al parecer se trata de un mal bastante común, que se registra también más allá de nuestras fronteras. Una investigación reciente de la Asociación Internacional para la Evaluación del Rendimiento Escolar (IEA), da cuenta del retroceso de la capacidad de lectura de los niños italianos en los últimos diez años. Se barajan en este caso diversas hipótesis para interpretar los datos: los problemas de comprensión que enfrentan los nativos digitales, más sensibles a textos muy distintos que los literarios, habituados como están al lenguaje televisivo, al de internet y de los juegos de rol; una igualación hacia abajo de las habilidades, que aflige especialmente a la escuela media; la correlación entre la competencia de los niños y el número de libros que tienen en la casa, es decir la influencia decisiva del medio cultural en que viven. A este propósito se apunta que los lectores italianos son el 45, 3 % mientras que los franceses llegan al 70 y los alemanes al 82. Los escritores señalan la responsabilidad de los adultos, la chatura y el descuido de su lenguaje. No conozco si se ha hecho una medición semejante en la Argentina, si ha entrado en la clasificación Piris de aquella Asociación; de cualquier manera, el abordaje de los desarrollos curriculares del área lingüística tiene que hacerse cargo de dificultades y carencias que no podemos ocultar. Estos problemas merecen una detenida reflexión, que no puede obviarse recurriendo a una solución cuasi mágica por apelación a las nuevas tecnologías y a los lenguajes que ellas facilitan y difunden. En mi intervención en el 48 Curso de Rectores (Córdoba, 2011) hice referencia a las discusiones que sobre este asunto se traban entre expertos de varias disciplinas. Ahora me limito a evocar recursos clásicos que se podrían retomar creativamente en orden a instrumentar y poner en acto una pedagogía de la palabra. Ante todo quiero recordar que el hablar es un arte y que se yergue sobre fundamentos: algunos son comunes a todas las lenguas, otros a cada familia idiomática, y cada lengua tiene los propios. Existe un nexo íntimo entre el lenguaje y el pensamiento, entre la gramática y la lógica. La gramática tiene por objeto las modalidades de articulación lingüística del pensamiento; a través del estudio de la lengua se desarrollan las facultades lógicas, por eso tal estudio es funcional a la adquisición de un pensar riguroso y de una plena madurez intelectual. La retórica, por su parte, es el arte de bien decir, de hablar con galanura, pero también de otorgar al lenguaje la eficacia de persuadir y conmover; sólo se desacredita y resulta despreciable si se emplea para decir vacuidades o para enredar sofísticamente y sin referencia a contenidos verdaderos y oportunos. Recursos clásicos, decía; no sólo porque tienen raíces históricas antiquísimas, sino porque de su eficacia comprobada supo también valerse ampliamente la escuela argentina. La lectura en voz alta, sufrido pero benéfico ejercicio de nuestra infancia, que recientemente ha sido otra vez sugerido como un instrumento útil de aprendizaje. La declamación, tanto en el aula cuanto en actos públicos, de poesías o fragmentos de prosa bien elegidos y de autores de todas las épocas. La lectura animada de diálogos, mejor si compuestos por los mismos alumnos bajo la guía del docente. La representación teatral, tan apreciada por la Ratio de la Compañía antes mencionada; puede recrearse como ejercitación escolar que aúne el valor didáctico al contenido ameno, instructivo o espiritual y como apertura de la escuela a su contexto cultural y social. Concluyo esta propuesta acerca de la pedagogía de la palabra con una consideración políticamente incorrecta, al menos aquí en nuestro lejano sur; antepongo esta cautela teniendo en cuenta que en Europa y Estados Unidos se discute e investiga con objetividad sobre el tema, sin prejuicios ideológicos. Me refiero al aporte que puede brindar el estudio del latín al conocimiento y mejor uso de las lenguas romances (y aun de las que no lo son). Es un fenómeno que se puede constatar en varios países: un conjunto de iniciativas académicas y de difusión relanza aquella lengua aparentemente muerta. En un congreso internacional –tras días de debate– sobre La enseñanza del latín y del griego antiguo en Italia y en el mundo se acaba de mostrar la necesidad de superar no sólo aquella contraposición vigente desde hace más de medio siglo entre cultura humanística y cultura científica, que carece de sentido en la era digital. Se afirmaba también que ya es hora de abandonar cierto sentimiento de inferioridad de las humanidades respecto a la ciencia y la técnica. Participaron expertos italianos de renombre mundial, como Dario Antiseri, Giulio Giorello, Luciano Canfora y Ugo Cardinale. Este último ha recordado que el latín, como también el griego, enseñan a hablar de la lengua, y no sólo en la lengua; favorece el rigor, la investigación lingüística y semántica, la coherencia lógica y la capacidad de captar interconexiones. Afirma que el que aprende latín está en mejor posición para resolver problemas con mayor seguridad y desarrollar un pensamiento complejo que se sobrepone al balbuceo fragmentario y a la comunicación interrumpida. En la reciente reforma educativa italiana se redujo algo la carga horaria del latín en los programas escolares, excepto en los del liceo clásico, pero se modernizó profundamente la didáctica: las reglas de la gramática aparecen encarnadas en ejemplos tomados de la crónica diaria o el deporte; se acentúan los aspectos culturales y lexicales; se confronta constantemente el latín con el italiano moderno y las otras lenguas. Estas iniciativas están dando, al parecer, muy buenos frutos y la renovación ha sido acompañada de un éxito editorial. Además el interés por el latín se extiende en Estados Unidos, Alemania, Japón y China; hay transmisiones en latín de la radio finlandesa y los chat en latín se multiplican en la web. Por lo menos a nosotros, a la escuela católica, todo esto tendría que hacernos pensar. Mi exposición se detiene aquí, pero habría que revisar una por una todas las áreas del currículo. Podemos privilegiar algunas y reconocerles una especial urgencia de verificación respecto de la finalidad de la educación católica, por ejemplo la historia, la biología y las ciencias naturales, pero en realidad ninguna de ellas debe ser desconsiderada. Corresponde que lo hagamos con libertad, inteligencia y amor; el fruto de esa tarea será ver reflejado en el currículo el esplendor de la verdad, signo de la solicitud por sus hijos de la Iglesia, Madre y Maestra de todos.

viernes, 8 de febrero de 2013

CONSENSO O TESTIMONIO DE LA VERDAD


Jesús no vino para buscar consenso sino para dar testimonio de la verdad
Benedicto XVI en el Ángelus: Reconocer a Jesús lleva a servirlo en los demás. El "himno a la caridad" de san Pablo distingue el obrar del cristiano
 Benedicto XVI hoy al rezar el ängelus en la plaza de San Pedro, retomando el evangelio del pasado domingo recordó que Jesús no vino para buscar consenso sino para dar testimonio de la verdad y que reconocer a Jesús lleva a servirlo en los demás. Y que el himno a la caridad de san Pablo distingue el obrar del cristiano.
Las palabras del papa después del ángelus
El Evangelio de hoy – tomado del capítulo cuarto de san Lucas – es la continuación de aquel del pasado domingo. Nos encontramos aún en la sinagoga el Nazaret, el pueblo donde Jesús ha crecido y donde todos conocen a él y a su familia.
Ahora, luego de un tiempo de ausencia, Él ha regresado en una manera nueva: durante la liturgia del sábado lee una profecía de Isaías sobre el Mesías y anuncia su cumplimiento, haciendo entender que aquella palabra se refiere a Él.
Este hecho suscita el desconcierto de los nazarenos: por una parte, « Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca» (Lc 4,22); san Marcos refiere que muchos decían: «¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada?» (6,2).
Pero por otra parte, sus paisanos lo conocen muy bien: «Es uno como nosotros – dicen –. Su reclamo no puede que ser más que presunción» (La infancia de Jesús, 11). «¿No es este el hijo de José?» (Lc 4,22), que es como preguntarse: ¿qué aspiraciones puede tener un carpintero de Nazaret?
Justamente conociendo esta cerrazón, que confirma el proverbio «nadie es profeta en su tierra», Jesús dirige a la gente, en la sinagoga, palabras que suenan como una provocación.
Cita dos milagros cumplidos por los grandes profetas Elías y Eliseo a favor de personas no israelitas, para demostrar que a veces hay más fe fuera de Israel.
A este punto la reacción es unánime: todos se levantan y lo echan fuera, y hasta tratan de lanzarlo a un precipicio, pero Él, con soberana tranquilidad, pasa en medio de la gente enfurecida y se va.
Aquí viene espontáneo preguntarse: ¿cómo así Jesús ha querido provocar esta fractura? Al inicio la gente se admiraba de él, y quizás habría podido obtener cierto consenso… pero justamente este es el punto: Jesús no ha venido para buscar el consenso de los hombres, sino – como dirá a la final a Pilato – para «dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37).
El verdadero profeta no obedece a nadie más que a Dios y se pone al servicio de la verdad, listo a responder personalmente. Es verdad que Jesús es el profeta del amor, pero también el amor tiene su verdad. Es más, amor y verdad son dos nombres de la misma realidad, dos nombres de Dios.
En la liturgia de hoy resuenan también estas palabras de san Pablo: «El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad» (1 Cor 13,4-6).
Creer en Dios significa renunciar a los propios prejuicios y acoger el rostro concreto con el que Él se ha revelado: el hombre Jesús de Nazaret. Y este camino conduce también a reconocerlo y a servirlo en los demás.
En esto la actitud de María es iluminador. ¿Quién más que ella tuvo familiaridad con la humanidad de Jesús? Pero jamás se escandalizó como los paisanos de Nazaret. Ella custodiaba en su corazón el misterio y supo acogerlo una y otra vez, cada vez más, en el camino de la fe, hasta la noche de la Cruz y a la plena luz de la Resurrección. Que María nos ayude a recorrer con fidelidad y con gozo este camino.